Su don trataba de tener siempre la razón –don que todo el
mundo odiaba, por cierto-, hablar con ella resonaba en tu cabeza como una
canción de un videojuego de fantasía, cuando te acercas a la parte difícil de
la pantalla en cuestión.
En
este mundo que ahora me estoy inventando, cada uno tiene un don fruto de la
personalidad de cada individuo, y ella se trataba del ser humano más
perfeccionista del mundo.
¿Quieres
organizar una quedada a las siete de la tarde para luego salir a cenar, de
relajado, con todo tu grupo de amigos? La banda sonora de su videojuego
empezaba a sonar; era mejor quedar a las seis, ir a la cafetería que hay en el
centro haciendo esquina con la calle que lleva a la playa para después ir a las
nueve y cuarto al restaurante italiano que abrieron el verano pasado en el
centro. No podías negarte, ella ya había hecho la reserva.
No
tenías ganas de negarte, que te lo diesen todo hecho en su debido momento era
algo que gustaba, sobretodo porque por muy perfeccionista que fuese, por mucho
que odiase el no tener una lista grapada en el cerebro que había que seguir sí
o sí, ella te dejaría fallar a tu modo. Era una de las cosas que más me gustan
de su persona.
Mi
don resultaba inútil cuando ella se acercaba; al parecer no podía pasar
desapercibido entre la multitud si ella rondaba por el lugar. Yo soy capaz de
que no reparen en que soy un organismo que respira incluso si soy la única
persona de la sala y han de pasar a mi lado por cualquier clase de motivo; pero
no soy capaz de ello con ella.
Ella
me saludaba, pues debía de hacerlo –al parecer hay una lista de cosas que hay
que hacer por educación que solo ella seguía-, porque le gustaba que yo
desactivase mi superpoder de camuflaje por un momento para devolverle el
saludo, porque todo el mundo debía, incluyéndome a mí mismo, saber que la presidenta de su propio mundo
había llegado.
Se
acercaba el cumpleaños del chico de la última fila de clase, aquel que tenía la
suerte de poseer la capacidad de volar, de sobrepasar las nubes, de separar su
existencia de nuestro mundo e irse a uno mejor, y lo que era mejor, la
capacidad de hacerlo cuando él quisiese.
Aunque
para muchos no se tratase de un don como tal, sus padres le permitían celebrar
fiestas siempre y cuando él quisiese, supongo que como premio por sacar buenas
notas –a pesar de alejarse de nuestro mundo doce de las veinticuatro horas que
tiene un día- desde que tenía nueve años y los deberes trataban de dibujar al
árbol más grande de la ciudad y poner el nombre de las frutas que querías que
creciesen en él en inglés.
Lo
normal es que los chicos inviten a la chica; que él se trabe con sus palabras y
ella se ponga roja en el momento de decidir si darle un sí o un no, pero eso ya
no pasa, y a esa chica eso no le gustaba para nada. Siempre decía: ‘¿Pero seguimos en el siglo XIX? Una chica
debería tener la opción de decirle al chico que le gusta que le gusta.’.
Un
día -¿fue el martes?- se me acercó. Me contó un chiste, muy malo, pero me reí
–odio reírme sin tener ganas de ello, pero os recuerdo que cuando estoy cerca
de ella todo lo que se refiere a quedarme quieto y no realizar sonido alguno
queda anulado, es más, de algún modo necesito hacerme notar, necesito que me
note-, la canción que resonaba en mi cabeza ya no era la banda sonora de la
parte final de un videojuego. Ella estaba roja como su camiseta, y en mi mente
sonaba un popurrí de canciones estilo I
don’t wanna miss a thing y Let it be.
¿Pudo
ser un ‘quedamos en que me vienes a
buscar a las diez para ir a la fiesta’ lo que me dijo? No me quedé más que
con el número diez.
Le
preguntaría de nuevo, pero sé que le parecería mal el que no la hubiese
entendido a la primera, y odio hablar más de la cuenta. Iré a su casa a las
diez, que creo que es lo que entendí; estoy seguro que una vez esté con ella
será ella misma la que me lleve a donde quiera ir.
Ella
se alejó, y yo me mimeticé con el pupitre de nuevo.
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