¿Polvo de estrellas?

Ojalá, pero demasiado fácil. Puede que nuestras células sean producto de las primeras estrellas creadas por este universo, pero la suma de todas esas sustancias da mucho más que dichas sustancias por separado; es demasiado complicado como para no disfrutarlo.


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De la clase que no está cuando se la necesita y de la clase que lo soluciona por los pelos siempre y cuando esos pelos te saquen una sonrisa. De la clase que pide perdón en vez de asegurarse de hacerlo bien, pero sus disculpas siempre son sinceras, tan solo es muy tonta.

sábado, 20 de septiembre de 2014

Necesitaba inventar.

  Su don trataba de tener siempre la razón –don que todo el mundo odiaba, por cierto-, hablar con ella resonaba en tu cabeza como una canción de un videojuego de fantasía, cuando te acercas a la parte difícil de la pantalla en cuestión.


  En este mundo que ahora me estoy inventando, cada uno tiene un don fruto de la personalidad de cada individuo, y ella se trataba del ser humano más perfeccionista del mundo.

  ¿Quieres organizar una quedada a las siete de la tarde para luego salir a cenar, de relajado, con todo tu grupo de amigos? La banda sonora de su videojuego empezaba a sonar; era mejor quedar a las seis, ir a la cafetería que hay en el centro haciendo esquina con la calle que lleva a la playa para después ir a las nueve y cuarto al restaurante italiano que abrieron el verano pasado en el centro. No podías negarte, ella ya había hecho la reserva.

  No tenías ganas de negarte, que te lo diesen todo hecho en su debido momento era algo que gustaba, sobretodo porque por muy perfeccionista que fuese, por mucho que odiase el no tener una lista grapada en el cerebro que había que seguir sí o sí, ella te dejaría fallar a tu modo. Era una de las cosas que más me gustan de su persona.

  Mi don resultaba inútil cuando ella se acercaba; al parecer no podía pasar desapercibido entre la multitud si ella rondaba por el lugar. Yo soy capaz de que no reparen en que soy un organismo que respira incluso si soy la única persona de la sala y han de pasar a mi lado por cualquier clase de motivo; pero no soy capaz de ello con ella.

  Ella me saludaba, pues debía de hacerlo –al parecer hay una lista de cosas que hay que hacer por educación que solo ella seguía-, porque le gustaba que yo desactivase mi superpoder de camuflaje por un momento para devolverle el saludo, porque todo el mundo debía, incluyéndome a mí mismo,  saber que la presidenta de su propio mundo había llegado.

  Se acercaba el cumpleaños del chico de la última fila de clase, aquel que tenía la suerte de poseer la capacidad de volar, de sobrepasar las nubes, de separar su existencia de nuestro mundo e irse a uno mejor, y lo que era mejor, la capacidad de hacerlo cuando él quisiese.

  Aunque para muchos no se tratase de un don como tal, sus padres le permitían celebrar fiestas siempre y cuando él quisiese, supongo que como premio por sacar buenas notas –a pesar de alejarse de nuestro mundo doce de las veinticuatro horas que tiene un día- desde que tenía nueve años y los deberes trataban de dibujar al árbol más grande de la ciudad y poner el nombre de las frutas que querías que creciesen en él en inglés.

  Lo normal es que los chicos inviten a la chica; que él se trabe con sus palabras y ella se ponga roja en el momento de decidir si darle un sí o un no, pero eso ya no pasa, y a esa chica eso no le gustaba para nada. Siempre decía: ‘¿Pero seguimos en el siglo XIX? Una chica debería tener la opción de decirle al chico que le gusta que le gusta.’.

  Un día -¿fue el martes?- se me acercó. Me contó un chiste, muy malo, pero me reí –odio reírme sin tener ganas de ello, pero os recuerdo que cuando estoy cerca de ella todo lo que se refiere a quedarme quieto y no realizar sonido alguno queda anulado, es más, de algún modo necesito hacerme notar, necesito que me note-, la canción que resonaba en mi cabeza ya no era la banda sonora de la parte final de un videojuego. Ella estaba roja como su camiseta, y en mi mente sonaba un popurrí de canciones estilo I don’t wanna miss a thing y Let it be.

  ¿Pudo ser un ‘quedamos en que me vienes a buscar a las diez para ir a la fiesta’ lo que me dijo? No me quedé más que con el número diez.

  Le preguntaría de nuevo, pero sé que le parecería mal el que no la hubiese entendido a la primera, y odio hablar más de la cuenta. Iré a su casa a las diez, que creo que es lo que entendí; estoy seguro que una vez esté con ella será ella misma la que me lleve a donde quiera ir.

  Ella se alejó, y yo me mimeticé con el pupitre de nuevo.

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